Ni seré el último (espero), ni he sido el primero (ni mucho menos), en insistir en la necesidad de incluir en los planes de estudios una asignatura obligatoria que eduque al alumno en materia alimentaria, tanto a nivel de alimentos propiamente dichos como de salud.
Esta magnífica frase que encabeza el artículo (más de siglo y medio la contempla), despojada de sus ropajes históricos, es perfecta en su literalidad, pues, más allá de nuestras elucubraciones filosóficas, en realidad somos simples seres orgánicos que necesitamos un “combustible” para subsistir, y cuanto mejor sea ese combustible, mejor subsistiremos.
Por ello, y por las definitivas derivaciones que la industria alimentaria ha introducido, es preciso que nuestros hijos, desde chiquititos, estén imbuidos de una pátina cultural en materia alimentaria que, desde luego, los padres no hemos sabido, por lo general, inculcarles. Ya se sabe que los hijos suelen aprender antes de los “ajenos” que de los “propios”, pero, sin perder de vista nuestras obligaciones para con ellos en nuestras casas, la enseñanza de esas materias en las escuelas les daría un aura de mayor importancia a sus infantiles ojos y oídos.
Además, no son pocos los padres que quizás hayan tenido conciencia de la importancia de estas materias demasiado tarde No menos importante ha sido siempre la educación de los padres para que cuiden mejor de sus hijos, pero entiendo que centrarse en los padres es perder la mitad de una vida y que la importancia de la materia es tal, que los estamentos públicos deben, de una vez por todas, tomar medidas para instaurar en nuestros menores el convencimiento de que una mejor alimentación (no una más cara, aunque desgraciadamente hay concomitancias insalvables, por el momento, entre ambas circunstancias) irá en beneficio de su futuro, tanto como el resto de la educación que reciban.
José María Rosso López